Pontificar con tópicos

Hay días especialmente propicios para pontificar. El 10 de noviembre fue, sin duda, uno de ellos.
La víspera se había vivido una jornada excepcional por diversas razones: varias administraciones públicas (Generalidad de Cataluña) y administraciones locales) completaron su expresa desobediencia a la legalidad y colaboraron en una denominada jornada de participación ciudadana que en realidad era un referéndum de autodeterminación encubierto y carente de garantías democráticas. De acuerdo con los organizadores, algo más de dos millones de personas participaron en dicha jornada, alcanzando la opción independentista un 80% de los votos emitidos; aproximadamente 1.800.000.
Tan solo la mera descripción de lo sucedido impresiona; por lo que no es extraño que los periodistas, tertulianos y hasta los políticos se vieran compelidos a poner de manifiesto su valoración de la jornada; y así con aire solemne nos regalaron sus reflexiones sobre el día 9 y sus consecuencias. Escuchando o leyendo algunas de estas reflexiones me invadió una gran desazón.
El periodista o tertuliano se había limitado a desempolvar los argumentos que tenía guardados de Diadas o manifestaciones anteriores y los había proyectado sobre la jornada del día 9 como si todos los tópicos resultaran intercambiables
La sensación que tenía (y de ahí el título de estas líneas) es que el periodista o tertuliano se había limitado a desempolvar los argumentos que tenía guardados de Diadas o manifestaciones anteriores y los había proyectado sobre la jornada del día 9 como si todos los tópicos resultaran intercambiables. Así se habló de necesidad de escuchar la voz de los dos millones de catalanes que habían salido a la calle, que era preciso sentarse a negociar, que era la hora de la política, etc. O sea, lo mismo que se podía oír o leer tras la Diada o cualquier otra concentración multitudinaria. En definitiva, una superficialidad enervante.
Porque lo que pasó el día 9 de noviembre no fue una manifestación y, por tanto, la valoración que se haga de la misma no puede apoyarse sin mayor reflexión en los mismos argumentos que se hacen servir para las concentraciones que se convocan en las calles. Para empezar las manifestaciones son legales y lo que sucedió el día 9 no lo es; lo que, como veremos, algún espacio debería tener en las reflexiones sobre el tema; pero prefiero dejar eso para más adelante y detenerme en las que separan una votación, como era materialmente la del día 9, y una manifestación.
En la manifestación no se realiza una convocatoria personalizada, sino que simplemente se hace una llamada general que cada uno puede atender o no sin mayor trámite que presentarse en el lugar de la convocatoria en el momento solicitado. Cierto es que a efectos organizativos puede recomendarse un registro previo, tal como se ha acostumbrado a hacer la ANC; pero este registro previo en ningún caso impide que se participe en la concentración sin más, simplemente acudiendo al lugar y hora fijados.
En una votación, en cambio, la convocatoria es individualizada. En la del día 9 de noviembre los catalanes fuimos llamados a participar nominalmente mediante la llegada de un folleto informativo a los domicilios; y además existieron llamadas dirigidas directamente a los hogares catalanes para fomentar la participación, lo que en el caso de las manifestaciones es infrecuente, aunque puede darse. Finalmente, todos los elementos de convocatoria presentes en las manifestaciones “ordinarias” se dieron: llamadas públicas de los representantes políticos, utilización de publicidad en la calle, en televisión o en los cines, anuncios en prensa, etc. Todo esto, sin embargo, no ha de hacernos olvidar que la convocatoria en las votaciones es individualizada, lo que, como digo, marca una importante diferencia con las manifestaciones.
En el caso de las votaciones, además, no es preciso desplazarse a un lugar determinado en un momento concreto. Se habilitan locales de participación cerca de los domicilios, de tal manera que no sea necesario –en circunstancias normales- ni siquiera utilizar un transporte público para llegar al punto en el que se ha de participar. Además no es preciso acudir a una hora determinada, sino que se disponen de varias horas (11 si no estoy equivocado en el caso de la consulta del día 9) para desplazarse y realizar la tarea de depositar una papeleta en una urna.
Estas diferencias hacen que plantear la jornada del día 9 en los términos de una manifestación puntual y localizada y juzgar a partir de ella la participación carece completamente de sentido. En una manifestación solamente participan quienes están especialmente movilizados y por eso la concentración resulta relevante no por el número de personas que participan, sino porque se asume que tales personas solamente son la punta del iceberg, la parte más activa de un colectivo mucho mayor y cuyo número será el resultado de multiplicar a los concentrados por un determinado factor que siempre resulta difícil de cuantificar, pero que en cualquier caso implica ir más allá del número estricto de manifestados.
Más allá de las fantásticas cifras con las que nos regalan los oídos los propagandistas de la secesión lo más probable es que la Diada de 2012 reuniera a medio millón de personas
El caso de las últimas Diadas convocadas por la ANC es claro al respecto. Más allá de las fantásticas cifras con las que nos regalan los oídos los propagandistas de la secesión lo más probable es que la Diada de 2012 reuniera a medio millón de personas, la de 2013 (la Vía) a unas 800.000 y la de 2014 (la “V”) entre 500.000 y 700.000 personas (tirando para arriba). La imagen de más de medio millón de personas reunidas en un solo lugar es visualmente impresionante; pero realmente las cifras que acabo de dar no resultan determinantes en el contexto político de una región como Cataluña en la que tienen derecho de voto más de cinco millones de personas. Estas cifras se mueven entre el 10 y el 15 por ciento de esa masa de votantes, por lo que consideradas aisladamente tienen un significado relativo. Lo importante es que se asume que tales cifras han de ser multiplicadas por un determinado factor para identificar cuántas personas realmente apoyan las posturas de los manifestantes. Si el factor es simplemente 2 una manifestación como la de la Via de 2013 se convierte en más de millón y medio de votos, lo que resulta ya bastante relevante desde una perspectiva política.
En una votación, sin embargo, ese factor de multiplicación no existe. Los que votan son lo que votan y ya está. Es por ello que me sorprende que se hable en los editoriales y en las tertulias de la jornada del día 9 como si de ella se desprendiera que existe una mayoría social a favor de la independencia cuando tan solo 1.800.000 personas optaron por ella en relación a un censo ampliado por la Generalitat que superaba los seis millones de personas. Me sorprenden las constantes llamadas a tener en cuenta la voluntad de ese millón ochocientos mil votantes y lo escaso en la consideración de los más de cuatro millones de personas que o bien no votaron o votaron en contra de la independencia. Los precipitados análisis de algunos parecen directamente extraídos de sus reflexiones, ya llenas de polvo, de la reciente Diada y han pretendido trasladarlas sin más a un fenómeno que no tiene nada que ver con ello.
Es verdad, por otra parte, que en las votaciones se asume que los únicos que cuentan son los votos emitidos, no los que no se han emitido, de tal forma que los que no han votado deben someterse al criterio de los que sí han acudido a las urnas. He escuchado en la radio hace poco este argumento al señor Alfred Bosch, de ERC. De acuerdo con él deberíamos quedarnos con los votos emitidos (algo más de dos millones) y considerar que la voluntad independentista de los catalanes es amplísima, puesto que de esos votos emitidos el 80% es favorable a la independencia.
El argumento no se sostiene porque esa vinculación de quien no ha votado a lo decidido por quienes han votado es una ficción que se basa en una norma jurídica que así lo establece. Es decir, solamente opera en las votaciones legales, condición de legalidad de la que evidentemente carece la del día 9, por lo que ninguna vinculación se deriva para quienes no han votado de lo decidido por quienes no han votado. Tratándose como era de una votación ilegal lo que se pretendía era conseguir una máxima movilización con el fin de que la participación supliera la falta de legitimidad de la convocatoria. Desde esta perspectiva que la participación se quedará en un 35% de quienes podían votar (siempre de acuerdo con los datos de los organizadores, carentes de contraste neutral y, por tanto, de garantías democráticas) no debería considerarse suficiente como para entender que la voluntad de los ciudadanos que se han movilizado limita de alguna forma el status quo que se pretendía alterar por medio de esta jornada de participación. En definitiva, de que hayan votado algo más de dos millones de personas de las llamadas a acercarse a las urnas, y que de esas un millón ochocientas mil hayan optado por la independencia no permite inferir más que el independentismo es un movimiento significativo pero minoritario en la sociedad catalana.
Y con esto llegamos al último punto: el carácter ilegal de la convocatoria. Es sorprendente cómo muchos pasan de puntillas sobre este extremo que es crucial. La convocatoria suspendida por el Tribunal Constitucional fue llevada a cabo por la administración de la Generalitat y las administraciones locales con total impunidad (hasta ahora) y en una actitud francamente desafiante al Estado de Derecho. Entiendo que esto no es en absoluto irrelevante. Algunos parecen pretender -podría ser que incluso el propio líder del PSOE- que el que dos millones de votantes sobre seis millones hayan acudido a la convocatoria “sana” los vicios de legalidad de la convocatoria.
El Derecho es más importante para la sociedad de lo que algunos parecen creer y en un Estado democrático como es el nuestro las normas jurídicas y las decisiones judiciales gozan del respaldo indirecto de la voluntad popular
Tremenda irresponsabilidad seguir esa vía. El Derecho es más importante para la sociedad de lo que algunos parecen creer y en un Estado democrático como es el nuestro las normas jurídicas y las decisiones judiciales gozan del respaldo indirecto de la voluntad popular (ésta sí, ya correctamente formada a partir de procedimientos que establecen las garantías democráticas necesarias). No podemos girar la cabeza cuando se produce una vulneración de la norma, y menos cuando el infractor son autoridades públicas. El que este punto esté prácticamente ausente de muchos de los análisis que he leído me parece de una extraordinaria gravedad.
No pueden trasladarse las demandas de negociación y “hacer política” que suelen seguir a una manifestación legal y multitudinaria a una jornada como la que vivimos el día 9 de noviembre. Ni los que en ella manifestaron su voluntad de independencia son mayoría ni el respeto al Estado de Derecho puede ser considerado como una minucia sin importancia.
Quizás haya llegado el momento de que en Cataluña y en el resto de España sea la mayoría y no la minoría quien se coloque en el centro de la política, y sería exigible que quienes crean opinión tuvieran en cuenta que si los casi dos millones que, parece ser, el domingo optaron por la independencia de Cataluña merecen ser escuchados, el mismo derecho tienen quienes el domingo optaron por no participar en un acto que legalmente no debería haberse producido.
Los tópicos son un veneno mortal para la salud de la sociedad. El rigor un alimento del que estamos muy escasos.

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