sábado, 29 de noviembre de 2014

Artur Mas y la multiplicación de los independentistas

En ocasiones la política parece inspirarse en la Historia Sagrada.



Igual que hace dos mil años se trataba de multiplicar cinco panes y dos peces para dar de comer a una multitud, ahora es preciso convertir la minoría independentista en una mayoría para así poder alcanzar la independencia. No será fácil, pero Artur Mas parece tener un plan para ello.



Lo primero es ir descubriendo las cartas, y parece que por fin las máscaras van cayendo.
Hace un par de años comenzó a urdirse el derecho de decidir como un disfraz del derecho de autodeterminación. El invento tuvo éxito y varios partidos que no eran en principio independentistas se subieron al carro de la confusión aduciendo que pese a no querer la secesión estaban a favor de que el conjunto de los catalanes (y solo los catalanes) decidiesen cuáles serían los límites territoriales del Estado español.
El derecho a decidir concluyó su recorrido el 9-N. Podría haber salido bien a los independentistas si la participación hubiera sido arrolladora y muy mayoritariamente favorable a la independencia. En caso de que así hubiera sido estaríamos en un escenario diferente al actual; pero no fue eso lo que pasó. Menos de un tercio de los llamados a votar se manifestaron a favor de la independencia, y eso, evidentemente, no es un respaldo suficiente para dar un paso tan trascendente como es romper la Constitución de 1978 y sacudir la comunidad internacional y la Unión Europea con la pretensión de la creación de un nuevo Estado.

El 9-N no solamente fue insuficiente en su resultado para los independentistas, sino que además dejó bastante claro que se estaba lejos de alcanzar la mayoría precisa para continuar exigiendo la independencia como una reclamación ampliamente mayoritaria del pueblo catalán. La conclusión no puede ser otra que la de que no hay suficientes independentistas en Cataluña como para trasladar la imagen al Mundo de una sociedad unida en su deseo de romper el Estado español y la Unión Europea.
La vía del referéndum (una persona, un voto y todos los votos valen igual) parece, por tanto, inviable para conseguir una mayoría independentista en Cataluña. Para obtener simplemente un 50% del censo favorable a la independencia se precisaría casi un millón de independentistas más que los que se manifestaron el día 9 de noviembre. ¿Alguien piensa realmente que el día 9 de noviembre un millón de independentistas se quedaron en casa? Diría que no, que nadie lo piensa, o al menos no creo que lo piense Artur Mas. Así pues, ante esto ¿qué hacer?
La solución que propone Mas es multiplicar a los independentistas convirtiendo los relativamente pocos que hay en una mayoría de diputados en el Parlamento catalán. Eso es lo que planteó de forma explícita el día 25 de noviembre. Ya no habla de una mayoría de votos en favor de la independencia aunque sea en unas elecciones plebiscitarias, sino en una mayoría de diputados al Parlamento de Catalunya, que no es lo mismo. Y fijémonos en que ya ni se plantea (por imposible) alcanzar la mayoría de diputados necesaria para modificar el Estatuto de Autonomía actualmente vigente (90 diputados), sino que mantiene que bastaría la mitad más uno de los diputados (68) para proclamar la independencia, lo que no precisaría, siquiera que una mayoría de catalanes apoyaran la secesión. La regulación electoral permite que un partido obtenga más escaños que otro, pese a que el segundo haya obtenido más votos. Esto sucede en el Parlamento actual, en el que ERC tiene un diputado más que el PSC pese a que el PSC obtuvo más votos que ERC, y también sucedió al menos otras dos veces, en 1999 y 2003, cuando el PSC obtuvo menos escaños que CiU, pese a haber conseguido más votos.
Lo anterior pasa, entre otras razones, porque en unas elecciones autonómicas no todos los votos valen lo mismo, pues tienen más peso precisamente los de algunas de las zonas donde el independentismo es más fuerte. Así, en las últimas elecciones autonómicas Barcelona, con un total de 3.921.952 electores designaba 85 diputados (46.140 electores por escaño) mientras que Lleida, con 300.540 electores designaba 15 diputados (tan solo 20.036 electores por cada diputado). No es extraño, por tanto, que el Parlamento no ofrezca una representación fiel de la sociedad catalana. El resultado es que en el Parlamento actual cada uno de los escaños de CiU tiene detrás 22.000 votos (1.112.341 votos para 50 escaños) mientras que cada uno de los escaños de C's ha costado más de 30.000 votos, una diferencia que no es desdeñable.
Unas elecciones como las que plantea Mas podrían, por tanto, multiplicar el potencial del millón ochocientos mil fieles con que parece contar el independentismo. En función de cómo se desarrollaran los comicios esos votantes -apenas un tercio del total de los electores en Cataluña- podría conducir a un parlamento en el que más de la mitad de los diputados se adscribieran al independentismo; eso ya sin contar con aquellos que concurriendo en listas no independentistas pudieran acabar pasándose al independentismo, tal como vimos que ha sucedido esta legislatura con algunos diputados del PSC.



Ese parece ser el objetivo de Artur Mas: aprovechar el punto en el que ahora se encuentra el independentismo para convertir una minoría significativa de ciudadanos en una mayoría parlamentaria que dispondría de 18 meses para mediante una intensa campaña institucional y por parte de medios subvencionados y afines ir atrayendo a más ciudadanos al movimiento secesionista y silenciando a los disidentes.
Y lo de silenciar a los disidentes no lo digo gratuitamente. ¿Qué reflejo ha tenido, por ejemplo, en TV3 la concesión del premio ciudadano europeo del año 2014 a Societat Civil Catalana? ¿Qué no hubiera hecho nuestra televisión pública si el premio hubiera ido a parar a la ANC, que también optaba a ese reconocimiento?



En definitiva, quien dice hablar como Presidente de la Generalitat no tiene empacho en reconocer que su objetivo es construir una mayoría parlamentaria y luego una mayoría social utilizando para ello los recursos que son de todos y a los que tiene acceso por su condición de Presidente del Gobierno de una Comunidad Autónoma. Reconoce explícitamente que pondrá su cargo al servicio de una opción partidista que no solamente es ilegal, sino que ni siquiera es mayoritaria entre los catalanes.
Si alguien no sabía lo que era un Régimen y cómo se creaba, ahora ya tiene cumplido conocimiento de ello.

Decía al comienzo que Mas parece haberse inspirado en un episodio de la Historia Sagrada para trazar su plan para multiplicar a los independentistas; y diría que lo ha leído hasta el final. Sabemos que el relato de la multiplicación de los panes y los peces es una lección sobre los beneficios que tiene la generosidad y sobre cómo compartiendo puede conseguirse que lo escaso llegue a todos. La lección del milagro es que si se pone en común lo poco que se tiene se conseguirá multiplicarlo. La propuesta de Mas de encabezar o cerrar la lista conjunta que pretende  construir tiene ese punto de generosidad que demuestra que ha entendido el mensaje evangélico.
¿Quienes sabemos que la propuesta de Mas se basa en falsedades, divide y conduce al abismo, seremos también capaces de entender que estamos ante un desafío de proporciones históricas que ha de ser afrontado con inteligencia, rigor, firmeza y también con generosidad, con mucha generosidad que pase por encima de tactismos y egoísmos partidistas?
Espero que sí por lo mucho que nos jugamos. Inteligencia, rigor, firmeza y generosidad, mucha generosidad.

domingo, 23 de noviembre de 2014

La provocación

Uno de los tópicos del secesionismo es la afirmación de que España es profundamente antidemocrática, o que tiene una calidad democrática inferior a la de otros Estados de nuestro entorno. Que no sea legalmente posible la secesión de una parte del territorio (tal como sucede en práctica totalidad de los Estados del Mundo) o que sea ilegal que un gobierno regional convoque una consulta sobre los límites territoriales del Estado son presentados como muestras evidentes de la falta de libertad que se padece en España.
Evidentemente la acusación carece del más mínimo fundamento. España es un país perfectamente equiparable a cualquiera de nuestro entorno (Francia, Alemania, Portugal, Italia...). Existe libertad de opinión y de expresión, elecciones cada poco tiempo y sometimiento de la administración a los tribunales. Lo típico de cualquier Estado de Derecho. Como en casi todos ellos, además, se prevé la indisolubilidad del Estado; esto es, la prohibición de la secesión.
Si en algo se aparta quizás España de otros Estados es en la amplitud de la autonomía de los gobiernos regionales y en lo reducido de los límites de la libertad de expresión; más quizás en la práctica que en la estricta previsión legal, que probablemente deja menos margen a una y otra (la autonomía y la libertad de expresión) que lo que practican autoridades y ciudadanos, y toleran quienes deberían velar por el cumplimiento de la ley.
Probablemente será difícil encontrar otro país en el que un gobierno regional pueda utilizar las estructuras de gobierno para organizar y promover la fractura del país y la quiebra del orden constitucional. En España, sin embargo, es una evidencia que el sello de la Generalitat se utiliza en los informes del Consejo Asesor para la Transición Nacional, en los diarios subvencionados que promueven la independencia y en la organización de consultas expresamente prohibidas por el Tribunal Constitucional.
Lo que me motiva hoy a escribir no es, sin embargo, este tema, sino lo que se refiere a la libertad de expresión. Leo un tanto sorprendido que la Decana de la Facultad de Economía de la UB, Elisenda Paluzie, propone en un artículo publicado en El Punt Avui una Declaración Unilateral de Independencia (DUI) del Parlamento de Cataluña seguida de la toma de control de las estructuras estatales que se encuentran en Cataluña por parte del Gobierno del nuevo Estado utilizando para ello los instrumentos de los que dispone; entre ellos la policía.



Lo que propone la autora del artículo es que las autoridades catalanes actúen conscientemente contra la legalidad vigente con el fin de conseguir la independencia de una parte del territorio español. A esto añade que la consecución de su objetivo precisará la utilización de las fuerzas policiales a fin de hacerse con el control de las instituciones e infraestructuras que el Estado tiene en Cataluña (tribunales, hacienda, puertos y aeropuertos, centrales nucleares...). Es un plan que se asemeja al planteado por la ANC con carácter previo a la asamblea general que tuvo lugar en Tarragona en abril pasado y del que me ocupé en un artículo publicado en "Crónica Global" y que, evidentemente, supone incurrir en el delito de rebelión del art. 472 del Código Penal. En tanto en cuanto se plantee utilizar la fuerza para conseguir el efecto pretendido -la independencia de un parte del territorio español- se estará ante un delito de rebelión. En el escrito publicado por Elisenda Paluzie la violencia está presente en la llamada a la utilización de la policía para controlar las instalaciones estatales en Cataluña y en la previsión de establecimiento de sanciones para quienes no reconozcan la autoridad del nuevo Estado. De hecho la tesis fuerte del artículo es la de que la DUI no puede ser meramente formal, sino que tiene que implicar la efectiva asunción del control sobre el territorio catalán por parte de las autoridades que acaudillen la secesión, y este control efectivo que propone la autora no puede conseguirse más que por la fuerza en tanto en cuanto en el territorio catalán también está presente el Estado. El escrito de la decana de la Facultad de Economía de la UB defiende la utilización de la policía, es decir, de aquellos que disponen del monopolio de la utilización de la fuerza, a fin de controlar el territorio y la población de Cataluña.
Tengo mis dudas de que en otros países semejante llamada a la rebelión no implicara consecuencias administrativas o penales; pero en el caso de España es bastante probable que nada suceda. Simplemente se dará por bueno que se trata tan solo de una opinión que pretende ser meramente especulativa y por esta vía quienes deberían ser responsables de hacer cumplir la ley evitarán actuar. En fin, admitamos pulpo como animal de compañía y dejemos las cosas así; pero no podemos dejar de señalar que el que suceda esto, el que se admita que en medios de comunicación se difunda el mensaje de que sería conveniente proceder a una rebelión que expulse el Estado de una parte del territorio, es precisamente ejemplo de que el nivel de tolerancia en la democracia española es probablemente bastante superior al de otros países de nuestro entorno jurídico. Nos encontramos ante un ejemplo palmario de que lo de que España tiene una democracia de mala calidad es un tópico que no se sostiene en ningún sitio; al menos si por democracia entendemos admisión de la discrepancia y tolerancia hacia los mensajes contrarios al sistema vigente; incluidos aquellos que directamente proponen quebrar el ordenamiento al margen de los mecanismos legal y constitucionalmente previstos.

El hecho de que nada suceda ante la llamada a la rebelión que realiza la Señora Paluzie no debe hacernos olvidar que en caso de que dicha rebelión se produjera al Estado no le quedaría más remedio que reaccionar ante ella. Si un gobernante español tolerara que por la vía de hecho una parte del territorio nacional quedara desgajada del Estado él mismo incurriría en responsabilidad por dejación de funciones. Ningún Gobierno dispone de la potestad de "dejar ir" una Comunidad Autónoma y ante una situación como la que plantea la Señora Paluzie deberían emplearse los medios de los que el ordenamiento dispone para reconducir la situación a la legalidad. El hecho de que se sea tolerante con las opiniones que se viertan en torno a ese supuesto no implica que tal tolerancia pueda extenderse al mismo hecho de la rebelión. Conviene tenerlo presente.
Es por lo anterior que no sin razón el Código Penal no solamente condena la rebelión, sino también la provocación a la rebelión (art. 477 del Código Penal).
En general la provocación para la comisión de un delito viene definida en el art. 18 del Código Penal, donde se indica que:

"La provocación existe cuando directamente se incita por medio de la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad, o ante una concurrencia de personas, a la perpetración de un delito."

A la luz de esta definición entiendo que pocas dudas caben de que lo que escribe la Señora Palizue es provocación para la comisión de un delito (o, quizás, de varios; pero dejémoslo aquí) y la provocación, como acabamos de ver, no es irrelevante para el Derecho Penal. Ahora bien, el mismo artículo 18 del Código Penal que se acaba de citar indica también que la provocación "se castigará exclusivamente en los casos en los que la ley así lo prevea". Es decir, en principio la provocación para la comisión de un delito no será punible, salvo que la ley establezca otra cosa. La idea es que solamente por vía de excepción la mera provocación a la comisión de un delito será objeto de reprobación penal. Sucede, sin embargo, que en el caso de la rebelión la provocación sí que se encuentra expresamente incluida entre los delitos como una figura autónoma respecto a la rebelión.
No es difícil encontrar las razones que explican que en este caso la provocación haya de ser penada con independencia de que la rebelión se realice o no. La familiaridad en el debate público con ciertos delitos puede limitar el rechazo que los mismos produzcan. Quizás no en la generalidad de la población, pero sí en determinados ámbitos. Esta tolerancia hacia el delito es especialmente negativa para la convivencia social, por lo que en determinados supuestos es necesario que la misma provocación sea impedida. Así sucede, entre otros, con el delito de homicidio y asesinato, en los que expresamente la provocación a los mismos es considerada como un delito independiente (art. 141 del Código Penal). Supongo que intuitivamente pocas dudas cabrán de que publicar en un periódico algo así como que "Fulanito debería ser asesinado" algún tipo de castigo debería tener, aunque nada más fuera para evitar que la tolerancia en la propuesta pudiera ser confundida con la tolerancia en su realización.
Lo mismo sucede con la rebelión, en la que, como hemos visto, también se encuentra penada la mera provocación y probablemente por la misma razón que en el caso del homicidio: admitir con naturalidad que entra dentro de la libertad de expresión defender la conveniencia de cometer un delito como éste supone la banalización de una posibilidad de extraordinaria gravedad, banalización que, evidentemente, podría favorecer, en el caso de que se diera finalmente la rebelión, la participación en la misma dificultando, además, la actuación que el Estado pudiera desarrollar para sofocar la mencionada rebelión. No es, por tanto, extraño que la provocación a la rebelión esté penada. No es un capricho ni un residuo de épocas autoritarias, sino algo perfectamente coherente y bastante democrático. Quien no sea capaz de entenderlo quizás debería reflexionar sobre las relaciones entre Derecho, democracia y derechos fundamentales; y quizás también en eso tan antiguo de "mi derecho acaba donde comienza el de los demás", e incluso releerse el "Leviatán" de Hobbes y entender que los derechos solamente pueden ser garantizados en el marco del Estado de Derecho y que, por tanto, quien atente contra el Estado de Derecho atenta contra los derechos de todos los ciudadanos.
En fin, que no me alegro especialmente de la más que presumible inacción ante las palabras de la señora Paluzie; pese a que serán ejemplo de que las acusaciones que los secesionistas vierten contra el Estado español acusándolo de retrógrado y antidemócrata son falacias sin fundamento; esa misma inacción muestra que hay algunos elementos básicos del Estado de Derecho que nuestros gobernantes no han acabado de entender. Y eso no son buenas noticias.
Por cierto, el medio digital en el que la señora Paluzie ha publicado su artículo está financiado por la Generalitat, en él puede verse el sello de la Generalitat. Al final este tema también se relaciona con la amplia tolerancia hacia la ilegal actuación de los gobiernos autonómicos que caracteriza a nuestro sistema. Todo está conectado con todo.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Sobre acuerdos y consensos

Estos días he vuelto a dos entradas escritas hace más de siete años [Sobre los acuerdos y los consensos (I) y Sobre los acuerdos y los consensos (II)]. Las recupero aquí juntas porque ahora se vuelve a hablar de estos temas: consensos, acuerdos, necesidad de negociar, de hacer política, etc. Mi planteamiento, ya lo adelanto, es que deben diferenciarse los acuerdos de los consensos. Los segundos solamente se consiguen cuando las partes encuentran aquello en que realmente coinciden. No implican un toma y daca, sino el hallazgo de una perspectiva compartida. Los consensos no sustituyen a los acuerdos, sino que son la base sobre la que se asientan estos.
Acordar se puede acordar con cualquiera, los consensos, en cambio, solamente son posibles a partir de ciertas coincidencias. Por eso -y no quiero ser piedra de escándalo por esto- pienso que hay temas que no pueden negociarse, simplemente porque es imposible encontrar esa perspectiva común en la que las diferentes partes puedan coincidir. Por poner un ejemplo en el ámbito familiar: si un miembro de la pareja quiere hijos y el otro no ¿qué negociación cabe sobre esto? Tan solo es posible que uno consiga convencer al otro, pero no podrá haber acuerdo alguno más allá de tal convencimiento.
Es por esto que me parece que en relación al independentismo en Cataluña debemos asumir que ningún acuerdo es posible. Los independentistas no estarán conformes más que con la independencia y quienes están contra ella no la admitirán. Es posible que unos convenzan a los otros, pero no existe punto intermedio entre ambas posturas.
En fin, sin más preámbulos paso a lo que escribí hace siete años.



Uno de los fenómenos que me entretienen de vez en cuando es la observación de la forma en que ciertas palabras o expresiones son asumidas por todos nosotros en muy poco tiempo. No me refiero a la aparición de palabras nuevas, normalmente procedentes del inglés y asociadas con frecuencia a los cambios tecnológicos; sino a cómo términos de uso restringido -aunque, a veces, entendidos por todos- comienzan a ser utilizados por los medios de comunicación, los políticos y, finalmente, por todos nosotros. Con frecuencia, una vez que se produce esta generalización nos da la impresión de que siempre han estado ahí, que siempre han sido utilizados con la asiduidad y el sentido que nosotros le damos; y nos cuesta asumir que hubo un tiempo en la palabra "solidaridad" no se usaba con más frecuencia que términos como "farfullar" o "soliloquio"; en que habíamos de recurrir al diccionario para conocer el significado exacto de "consenso"; o (y esto es más reciente), en que los empates eran simplemente empates y no "empates técnicos", como se dice ahora.
Pongo ejemplos que tienen significado para mí. Cada cual, seguramente, tendrá los suyos. En lo que se refiere a "solidaridad", fue la aparición del sindicato en Polonia a principios de los años 80 del siglo XX lo que popularizó la palabra, que era evidentemente, conocida, pero poco pronunciada. Yo todavía recuerdo cómo nos trabábamos al decirla. Una vez adquirida soltura, sin embargo, debimos pensar que un esfuerzo como aquél debía de ser aprovechado, y la palabra prosperó, hasta el punto de que hoy en día cuesta encontrar un sólo párrafo que pretenda despertar los buenos sentimientos que no la utilice varias veces. Los empates técnicos proceden, si no me equivoco, de las elecciones generales de 1993. La igualdad en los sondeos entre el PSOE y el PP hizo que fuera frecuente la aparición en los medios de los responsables de las encuestas, quienes, con frecuencia, se referían a la situación como "un empate técnico", queriendo significar algo así como que el margen de error que tiene cada sondeo era mayor que la diferencia en la intención de voto entre ambos partidos, lo que impedía determinar quién sería el ganador de las elecciones. La expresión gustó, y desde entonces hemos sufridos empates técnicos insospechados (cuando un partido de fútbol acaba con el resultado de 2-2 ¿nos encontramos ante un empate técnico o se trata de un simple empate, mondo y lirondo?).
Dejo para el final el consenso, que es el término el que hoy me quiero detener. En mi memoria la proliferación del término se remonta a la transición. En aquella época se empleó con frecuencia, asociándose a las complejas negociaciones entre las distintas fuerzas políticas que tuvieron como resultado la democracia en la que hoy vivimos. Pese a que el diccionario no diferencia en exceso entre acuerdo y consenso, los que, aún como niños, fuimos testigos de aquellos años podemos percibir una diferencia entre ambos términos. Cuando se hablaba de consensos y no de acuerdos se transmitía la impresión de una complicidad entre las partes que puede no darse en el acuerdo. El acuerdo supone una regulación que conviene, en un momento y circunstancias dadas, a quienes llegan a él. En los años 70 del siglo XX percibíamos el consenso como algo más profundo. El encuentro de aquellos puntos en los que el parecer y el sentimiento coincidían. En un acuerdo no es preciso que sus autores piensen que lo acordado es correcto. Tras concluirlo ambos pueden pensar de forma diametralmente opuesta habiéndose conseguido tan solo un instrumento útil para fines que interesan a ambos. Cuando hablamos de un consenso debemos ir más allá. No se trata de determinar hasta dónde puedo llegar en la negociación para conseguir el máximo provecho para mis intereses, sino encontrar aquellos puntos o planteamientos en los que existe una coincidencia. El consenso permite, por tanto, identificar lo que de común hay entre quienes sostienes opiniones divergentes. Este punto común ya no precisa ser acordado, porque es el mismo para todos.
Durante la transición, los ciudadanos de a pie creímos percibir que los políticos habían identificado efectivamente estos puntos de consenso que nos permitirían avanzar como país. Ese terreno más allá de los acuerdos o disputas que nos otorgaba una cierta seguridad. La confianza de que había ciertos referentes que no cambiarían. Esta sensación de seguridad, fruto, precisamente del consenso, que no del acuerdo, fue, creo, uno de los grandes logros de la transición.
Ahora, treinta años después he de confesar que echo de menos ese consenso. En estos treinta años el mundo ha cambiado y el país ha cambiado. Quizás sea esta la causa de que ciertos elementos de aquél consenso de la transición estén sometidos a escrutinio. La forma del Estado (la monarquía parlamentaria) y la estructura de éste (el estado autonómico) están siendo cuestionados en los últimos años. No es que haya una propuesta formal para cambiar la forma o la estructura del Estado, o al menos las formulaciones explícitas y expresas de esta pretensión no han traspasado más que la epidermis de la sociedad y la política española; pero sí se percibe la duda sobre ambos extremos, duda que es visible tanto en el discurso político como en los medios de comunicación o en las conversaciones ante el café del ciudadano común. Es una percepción subjetiva, pero que no creo que se aleje excesivamente de la realidad. Además, cuando estamos hablando de consensos casi tan importante como el contenido del acuerdo es la percepción del mismo. Cuando se aprecia que existen dudas en el discurso público sobre el mismo gran parte del efecto de estabilidad que se le presumen se volatiliza.
Ciertamente, este debilitamiento del consenso, que a mi personalmente me preocupa y disgusta, puede ser positivo. El cambio a una situación diferente a la actual precisa la ruptura del consenso, y para quien esté interesado en llegar a ese escenario este cuestionamiento será percibido como positivo. No discuto que esta percepción sea tan valiosa, al menos, como la mía, y no pretendo que haya elementos objetivos que nos permitan averiguar cuál es mejor; aquí me limito a ponerlo de relieve para, a continuación, y en otra entrada, reflexionar mínimamente sobre algunas de las consecuencias de esta situación.

De acuerdo con mi percepción, por tanto, el consenso es la base sobre la que se pueden construir acuerdos. Los consensos, por tanto, desempeñan un papel fundamental en cualquier sociedad. En la nuestra, y en las circunstancias actuales, creo que son especialmente necesarios. Ello es debido a que en los primeros años del siglo XXI todo el mundo, y también nosotros, los españoles, debemos ajustar nuestras estructuras sociales y políticas a un fenómeno de transcendencia multisecular como es la globalización. Una de las muchas consecuencias de el proceso de integración mundial es la necesidad de repensar la forma en que se organizan políticamente las sociedades, pues el Estado, monopolizador del poder público en los últimos siglos, ve su posición cuestionada.
Hace unos años tenía la percepción de que España se enfrentaba a este fenómeno en mejores condiciones que otros países, precisamente por la existencia de un modelo de Estado descentralizado y flexible. El Estado autonómico permite diferentes diseños y pruebas que podrían facilitar la adaptación a las exigencias de la globalización. Me imaginaba un escenario en el que sería posible discutir abiertamente sobre el papel del Estado, las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales con el objeto de conseguir un sistema que permitiera satisfacer las necesidades de los ciudadanos (infraestructuras, seguridad, sanidad, educación...) en un entorno cada vez más influido por el exterior como es el que nos toca vivir en la era de la globalización.
En este sentido, una reforma del Estado autonómico, pensando qué competencias debería asumir el Estado central, cuáles las Comunidades Autónomas y la forma en que el Estado debía ejercer una necesaria función de coordinación, me parecía ineludible para actualizar el modelo que había surgido en los años 70. Los puntos que deberían abordarse en ese debate son muchos, evidentemente, pero aquí destacaré solamente dos, que me parecen cruciales: la competencia impositiva y la política exterior. En lo que se refiere al primero mi reflexión es la de que resulta poco coherente que cuando son las Comunidades Autónomas las que asumen la mayoría del gasto público (competencias en materia de educación, sanidad, parte de las infraestructuras, etc.), sea el Estado central el que mantenga un casi monopolio en materia de ingresos, esto es, impuestos. Una mayor responsabilidad de las Comunidades Autónomas en materia impositiva me parece ineludible. En el segundo de los ámbitos, sin embargo, creo que resultaría conveniente fortalecer la posición del Estado central. La política exterior actual sigue siendo un coto casi cerrado a los Estados, y, desde mi desconocimiento, tengo la impresión de que flaco favor se hace a nuestros intereses debilitando la posición exterior de la diplomacia española. Ahora bien, esto no quita para que esta misma diplomacia y, en general, la acción exterior del Estado, haya de ser extraordinariamente cuidadosa con los intereses de todas las Comunidades Autónomas, debiendo establecerse cauces eficaces para que nuestra política exterior sea leal a todos los españoles.
El proceso de reforma de los Estatutos de Autonomía que estamos experimentando desde hace unos años debería ser el lugar idóneo para que se produjera esta actualización de la estructura del Estado. Mi impresión, sin embargo, es la de que este proceso no va por estos derroteros. Más bien se ha asemejado a un regateo competencial con un déficit claro de reflexión. Las causas de este fracaso (fracaso para mí, evidentemente, son muchos los que se muestran satisfechos con lo conseguido) son varias; pero una de ellas creo que es precisamente la ruptura del consenso a la que me he estado refiriendo. Me explico: si existiera un auténtico consenso sobre la estructura del Estado, esto es, si no se discutiera la unidad de España, se podría reformular el sistema competencial sobre bases objetivas, determinando lo que debe ser estatal o autonómico únicamente sobra la base de criterios de eficiciencia y racionalidad. De existir ese consenso tanto el Estado como las Comunidades Autónomas partirían de la misma base para, sobre ella construir el acuerdo. Sucede, sin embargo, que para ciertas fuerzas políticas el proceso de reforma estatutaria es entendido como una fase más en la consecución del objetivo final que es la independencia de la Comunidad Autónoma (País Vasco, Cataluña, Galicia). Desde esta planteamiento cuantas más competencias se asuman, mejor, siempre mejor, y si esa asunción plantea problemas de eficacia o no existen recursos para poder ejecutar las acciones que implica la competencia o, simplemente, se trata de competencias que objetivamente es mejor no tener (léase, competencia penitenciaria), da igual. Todos estos problemas son considerados como menores en tanto en cuanto el objetivo principal es la reivindicación de cuantos ámbitos de poder se pueda.
Desde la perspectiva del Estado central, en cambio, una vez que se pone de manifiesto que el objetivo final puede ser la independencia, el proceso de atribución competencial se examina de una forma cuidadosa. Ahora el objetivo pasa a ser ceder cuantas menos competencias mejor y, desde luego, retener aquéllas que resulten más signficativas. Cualquier cesión en materia impositiva será extraordinariamente difícil de conseguir, por ejemplo. El resultado es que la final el reparto es más fruto del mercadeo que de la reflexión sin que se lleguen a afrontar los auténticos problemas que afectan a la organización de los poderes públicos en el mundo complejo en el que nos toca vivir.
Se trata, para mí, de un resultado descorazonador, no tanto porque tema que se pueda llegar finalmente a la pérdida de la unidad del Estado (lo que desde mi perspectiva tampoco sería una buena noticia), como porque conduce a un discurso y una reflexión incoherentes. Al perder las bases del razonamiento, de nuevo el consenso que tanto echo de menos, se produce un debate deslabazado, lleno de vaguedades y confusiones. Pondré un ejemplo: la tan traída y llevada incoherencia del Partido Popular al impugnar ante el Tribunal Constitucional determinados preceptos del Estatuto de Cataluña que son idénticos a ciertos preceptos del Estatuto de Andalucía que fue aprobado con los votos del PP. Aparentemente se trata de una incoherencia que, además, arrastra otras consigo; pero solamente es tal si nos quedamos en el discurso más formal. Si se analiza el proceso en la clave que aquí defiendo la actitud del PP es coherente. En Andalucía ninguna fuerza política significativa reclama la independencia de la Comunidad, por lo que no existe problema en que se trasladen ciertas competencias del Estado a la Comunidad y que se adopte un determinado lenguaje (la famosa nacionalidad histórica). En Cataluña, en cambio, la situación es diferente; resulta, por tanto, necesario limitar la ampliación de competencias de una Comunidad Autónoma en la que muchos desean dar un nuevo paso hacia la independencia lo más pronto que resulte posible.

En definitiva, nos encontramos en un cruce de caminos. Yo no digo para donde debamos tirar, pero no podemos quedarnos indefinidamente aquí, o de nuevo seremos atropellados por quienes circulan más rápidos y seguros que nosotros.