viernes, 25 de mayo de 2012

El príncipe y el herrero

Comparto aquí otro de los cuentos que he inventado para mi hija.



En el centro de la ciudad estaba el Palacio, y en el Palacio vivía el Príncipe. Allí pasaba los días, las semanas, los meses y los años. Sus padres, los Reyes, también habitaban el Palacio, pero éste era tan grande que casi nunca se encontraban. Sus hermanos pequeños también vivían allí; pero cada uno tenía sus propias habitaciones, sus propios criados, sus propios juguetes y solo de vez en cuando coincidían en los jardines, en los salones o en alguna recepción.
Todo era fácil en la vida del Príncipe. Le aseaban y vestían, le preparaban la comida y le entretenían, le enseñaban y leían. Crecía rodeado de comodidades y hastío.
De vez en cuando salía del Palacio para visitar alguna ciudad o asistir a algún espectáculo militar o deportivo; pero cuando esto hacía siempre iba rodeado de ayudantes y sirvientes que procuraban que por allí por donde pisara no notara la ausencia de las comodidades del Palacio.
El Príncipe, que era curioso, deseaba sin embargo tener otras experiencias, conocer la vida de la que gozaban sus súbditos, la gente corriente. Compartía este deseo con uno de sus criados que ejercía la tarea de amigo y confidente; y éste siempre le decía que la vida de la gente corriente no tiene nada de interesante. Han de trabajar para comer, esforzarse, en ocasiones pasan hambre o frío, permanentemente están torturados por deseos que no pueden alcanzar y las enfermedades se ceban en ellos desde su más tierna infancia.
El Príncipe oía todo aquello; pero no le hacía cambiar de opinión. Él pensaba que aún así merecería la pena conocer esa otra forma de enfrentarse a la existencia. Y así una noche decidió escaparse del Palacio. Conocía una puerta que hacía años que no se usaba y que no estaba vigilada; así que por ella se escapó al caer la noche.
Se alejó corriendo del Palacio y se metió por las callejuelas de la ciudad. Era de noche y no había muchos transeuntes por las calles; pero los que había no podían dejar de girarse al ver a aquel joven vestido con lujosos ropajes (el pobre Príncipe no tenía otros) que correteaba con cara de asombro yendo de una posada a otra o admirándose de los puestos de quincalla de los vendedores ambulantes.
En su ir y venir el Príncipe acabó llegando a una calle oscura y estrecha. Tuvo algo parecido a un presentimiento y sintió miedo. Estaba justificado. Hasta allí le habían seguido unos ladrones que, advertidos de la riqueza de sus ropas, pensaron que un momento surgiría propicio para robarle.
Oyó el Príncipe un ruido a sus espaldas, se giró pero ya nada vio porque con un trozo grande de madera le golpearon la cabeza y cayó desmayado.
Cuando se despertó le dolía la cabeza y la sangre le cubría la cara. Le habían quitado la ropa y tan solo le habían dejado el calzón. El dinero, las joyas y la daga con empuñadura de oro que llevaba habían desaparecido. Estaba confuso, tiritaba, la cabeza le dolía y sentía náuseas. Como pudo se puso en pie e intentó encontrar el camino de vuelta al Palacio.
Le costó orientarse entre las callejuelas. Sú única pista era que desde que abandonó el Palacio siempre había estado bajando, por lo que debía buscar ahora caminos que subieran. Al cabo de unas horas estaba otra vez frente a la puerta que le había servido para abandonar el que había sido su único hogar desde el mismo momento de su nacimiento. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada, atrancada. Empujó y pateó, pero no consiguió nada. No le quedaba más remedio que intentar entrar a través de la puerta principal, custodiada por los guardias de su padre.
Se acercó con seguridad a los soldados; éstos, cuando le vieron se aprestaron a cruzarse en su camino alzando las alabardas.
- ¿Dónde vas?
- A Palacio, dejadme pasar.
- ¿A Palacio? ¿Estás loco?
- Soy el Príncipe ¿no me reconoces?
Los soldados miraron estupefactos al pordiosero cubierto tan solo por un calzón y con la cara llena de sangre. Rieron.
- Anda, vete por ahí antes de que nos enfademos y te lancemos al foso - dijo uno de ellos mientras hacía ademán de volverse.
El Príncipe estaba más sorprendido que enfadado. Su primer pensamiento fue abalanzarse sobre el soldado; pero demasiado sabía que no tendría nada que hacer frente a dos soldados entrenados y armados; y que aunque los redujera no podría hacer lo mismo con todo el cuerpo de guardia que sabía durmiendo a escasos veinte metros. Reflexionó y optó por lo más sensato, se giró y volvió sus pasos hacia la ciudad.

Era de noche cerrada, las calles estaban vacías. El silencio se había adueñado de todos los rincones. El Príncipe tenía frío, tenía hambre, tenía sueño. Todas eran sensaciones nuevas para él. Hasta entonces apenas había surgido el apetito ya tenía a un criado ofreciéndole algún manjar. Bastaba que se levantara una ligera brisa para que alguien le echara sobre los hombros una capa. Si llegaba el sueño una cama o cojines mullidos estaban prestos a recibir su cuerpo. Ahora no tenía nada de eso. Solamente las calles oscuras y solitarias eran sus compañeras. Deambulaba sin saber siquiera qué buscar hasta que vencido por el sueño se dejó caer cerca de un portal.
Aún no había amanecido cuando sintió como una mano le agarraba por el hombro y lo zarandeaba.
- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
El Príncipe entreabrió los ojos sin saber todavía dónde estaba.
- Soy el Príncipe. Déjame en paz.
Una risa desde lo alto y el zarandeo que continuaba. No tuvo más remedio que despertarse del todo.
A su lado había un hombre como de cuarenta años que le miraba sonriente.
- Así que el Príncipe. Bueno, pues si tú eres el Príncipe yo soy el Rey y te digo que te alejes de mi Palacio.
Y diciendo esto hizo el gesto de arrearle un golpe.
El Príncipe se cubrió el rostro y gimió.
- No, por favor, no me pegues. Estoy cansado y hambriento, y además no tengo a dónde ir. Solo soy un vagabundo sin hogar.
Casi sollozaba. Realmente la experiencia de pasar toda una noche fuera de Palacio había sido más dura de lo que había imaginado.
El hombretón bajo la mano, pero no golpeó al Príncipe. Apoyó la palma sobre el pelo revuelto del chico y lo frotó como se hace con un perrillo.
- Vaya por Dios, de príncipe a mendigo. Vamos, que te invito a comer algo.
Y sin esperar respuesta le abrió la puerta de la casa y le hizo un gesto para que pasara.

El Príncipe conoció así el interior de la casa de su benefactor. Una casa humilde de techos bajos, habitaciones estrechas y olores penetrantes. Se sentó a una mesa de madera tosca utilizando una silla sin respaldo que cojeaba y hambriento devoró manjares humildes que nunca antes había probado. Su anfitrión le explicó que era herrero y que el taller estaba en la misma casa, en la parte de atrás que daba a otra calle. Tenía una esposa y tres hijos pequeños.
- Esta es mi segunda esposa. La primera se murió sin darme hijos y Dios tuvo la misericordia de poner esta joya en mi camino.
Y sin disimulo se quedaba embobado viendo cómo su mujer se movía por la cocina en la que estaban.
- ¿Y qué hace un herrero?
El Príncipe preguntaba de forma ingenua y sincera. El herrero se quedó mirándolo pareciendo dudar sobre si tomarse en serio la pregunta o concluir que aquel mendigo a quien estaba alimentando se burlaba de él. Finalmente optó por la primera posibilidad.
- Acaba el desayuno y te mostraré lo que hace un herrero.
El Príncipe se metió en la boca apresuradamente la torta que se estaba comiendo y se dispuso a acompañar a su benefactor.
El taller del herrero era pequeño y sofocante, pese a que le faltaba la pared frontal para así permitir la comunicación con el público que pasaba por la calle. Incluso con esta ausencia, el calor de la fragua se pegaba a la piel como una crema espesa.
- Mira, así se trabaja el hierro. Así se dobla y así se enfría y endurece.
Y mientras hablaba accionaba el fuelle, con las tenazas agarraba el metal al rojo, golpeaba con el martillo, hundía en el balde con agua...
El Príncipe estaba extasiado con aquel juego de luces, ruidos y movimiento. Antes de darse cuenta siquiera era él quien hacía funcionar el fuelle y el herrero le iba explicando con detalle en qué consistía su trabajo. Antes de acabar el día ya osó el joven príncipe golpear el hierro blando con el martillo para intentar darle forma.
Sin que se hubiera dicho nada al respecto, como si fuera algo natural, el Príncipe se quedó a cenar y el Herrero le buscó un rincón en la casa donde extender un jergón. Aquella noche el Príncipe durmió profunda y dulcemente, olvidado casi de su Palacio.
Los días fueron sucediéndose y luego las semanas. El Príncipe aprendía rápido el oficio y el Herrero le confiaba más tareas. Comenzó a pagarle por su trabajo y en ocasiones le dejaba al cuidado de la herrería durante todo el día. Acabó convirtiéndose en un hermano mayor para los hijos del Herrero, quienes carecían de afición para el oficio y que respiraron aliviados cuando su padre les explicó, unos años más tarde, que el negocio sería para el antiguo mendigo y que su parte de la herencia les sería entregada en forma de dinero.
Unos años más tarde el Herrero murió, el Príncipe tuvo que trabajar con ahínco para poder pagar a sus hermanos la parte de la herencia que les debía. Forjaba espadas y herraba caballos, en ocasiones se detenía en fabricar alguna joya tosca que vendía a las esposas e hijas de los carreteros, carniceros o campesinos que visitaban su taller. Conoció a una hermosa mujer y con ella se casó. Tuvieron hijos y éstos fueron creciendo.
Cuando el Príncipe ya había encanecido se encontraba un día trabajando en su taller mientras el trajín de la calle pasaba ante él. Su hijo pequeño, que aún no era adolescente, le ayudaba con el fuelle. Estaban entretenidos los dos cuando oyeron ruido de caballos, gritos y luego fanfarrias. La gente se apresuraba y apartaba.
- ¿Qué pasa? - preguntó el Príncipe a los transeuntes.
- ¡Viene el Rey! ¡Viene el Rey con su guardia y su corte!
Los hombres y las mujeres se apretaban para dejar pasar a la comitiva y, a la vez, no perder un sitio privilegiado al borde de la calle para poder apreciar toda la majestad del soberano. El Príncipe dejó lo que estaba haciendo y cogiendo por el hombro a su hijo se llegó hasta la frontera misma entre la calle y la tienda.
La gente se apretujaba, pero el Príncipe era alto, así que podía ver bien. Subió sobre sus hombros a su propio hijo y esperó a que llegaran los criados y soldados que precedían al Rey. La gente iba comentando el espectáculo que al Príncipe hacía sonreír. Al final llegó el Rey. Montaba un enorme caballo blanco y dirigía su mirada displicente a la multitud. De vez en cuando saludaba con la mano o, incluso, sonreía.
El Príncipe reconoció a su hermano pequeño. Pese a los años los ojos, la mirada, era la misma que él recordaba de los escasos juegos que habían compartido en su infancia. Cuando el Rey pasó frente a él sus miradas se cruzaron. El Príncipe se dio cuenta de que el Rey se fijaba en él, estrechaba los ojos y parecía, incluso desencajar el gesto por un momento. Aún después de pasar volvió por un momento la cabeza antes de alejarse calle arriba camino de su Palacio.
- ¿Quién pudiera ser Rey, verdad papá?
Era su hijo quien había hablado, con el rostro aún iluminado por la admiración hacia el espectáculo de lujo y magnificencia que acababan de ver.
El Príncipe no contestó, se limitó a sonreír a la vez que tomaba las tenazas y el martillo para volver al trabajo.