martes, 24 de julio de 2007

El apagón

Si algo me sorprende del apagón de Barcelona es el protagonismo que han asumido en la resolución de las crisis la Generalitat y el Ayuntamiento de la ciudad. Y me sorprende porque hace no mucho, cuando en mi pequeño pueblo sufrimos varios apagones seguidos me dirigí a mi Ayuntamiento y a la Generalitat y en ambas sedes mostraron su extrañeza por mi llamada. Más o menos me viniero a decir lo siguiente: "Bueno, el problema que plantea se enmarca en la relación que tiene usted con una compañía privada, Fecsa-Endesa, no es cuestión en la que deba entrar la Administración. Si acaso, si no le satisfacen las explicaciones de la compañía puede dirigir una queja al Departamento de consumo de la Generalitat".
Tal como indicaba en una entrada anterior de este blog, me armé de paciencia y le expliqué a quien me atendía en la Generalitat lo que era un servicio público, aunque estuviera gestionado por una empresa privada; pero ni por esas me hicieron caso. Acabaron admitiendo que sólo si estaban afectadas muchas personas se dignaría la Generalitat a molestar a los señores de Fecsa-Endesa. Unos meses después veo que sí, que efectivamente, que cuando están afectados unos cuantos miles de barceloneses se producen los movimientos que no fueron considerados necesarios cuando los afectados fueron unos centenares de ciudadanos en Santa Perpètua de Mogoda.
Lo que no entiendo es cómo la competencia de la Administración no existe si los afectados son 99 y sí existe cuando los afectados son 100 (o no existe cuando son 99.000 y sí existe cuando son 100.000, me da igual dónde se ponga el límite). O mejor dicho, sí lo entiendo: quienes nos gobiernan no ejercen las competencias que tienen en beneficio de todos, sino únicamente cuando las repercusiones mediáticas pueden tener transcendencia electoral. Evidentemente no puedo estar de acuerdo con el planteamiento, debiendo ser tarea de todos nosotros exigir en todo momento y circunstancia que la Administración actúe con intensidad y contundencia en la defensa de los intereses de los ciudadanos, en este caso de los consumidores. No es tolerable el que solamente se alce la voz cuando la faena es de campanillas, como la que nos está afectando estos días.
Pero es que, además, esta inactividad de las administraciones contribuye a que se den situaciones como ésta. Las compañías eléctricas saben que nada les pasará en caso de que dejen a un barrio o dos sin electricidad durante unas horas. Algunas míseras indeminizaciones y unas cuantas llamadas de protesta. En estas condiciones es más lógico aguantar el chaparrón de los usuarios cuando cae la línea que adoptar medidas para evitar que caiga. Lo que sucede es que cuando se juega con fuego te puedes acabar quemando. Si la actuación de las administraciones fuera contundente con los "pequeños" incidentes que se suceden casi a diario en nuestros pueblos (cortes, averías, subidas o bajadas de tensión) quizá se hicieran las mejoras necesarias para que no sucedieran desastres como el que afecta a Barcelona estos días. En el cuidado de lo pequeño está el germen de la salud de lo grande.

lunes, 23 de julio de 2007

La política exterior y Europa

Tras el último Consejo Europeo Tony Blair tranquilizaba a los británicos diciéndoles que la política exterior británica seguiría decidiéndose desde Londres. Esta era su manera de hacer explícito un nuevo fracaso en la construcción de una auténtica política exterior europea (comunitaria, de la Unión Europea, como se quiera decir, aunque detrás de cada una de estas opciones terminológicas se escondan matices importantes). Como resumen me parece excelente, irrefutable y, además, lógico y deseable. ¿Dónde se va a hacer la política exterior británica si no es en Londres? No es éste el problema. La política exterior británica la decidirá el gobierno de Londres, al igual que la francesa será competencia del Presidente de Francia y su Gobierno, y la española del inquilino de la Moncloa. Se trata de una evidencia que roza la tautología. De igual forma la política exterior que pueda hacer Cataluña, el País Vasco o Baviera se habrán de decidir en Barcelona, Vitoria y Múnich, respectivamente. El problema, como digo, no es éste, sino dónde se hace la política exterior europea. Lo que habría de discutirse no es si Bruselas ha de condicionar o no, y en el primer caso en qué medida la política exterior británica, sino cómo ha de hacerse la política exterior europea y de qué medios se la dota. Con frecuencia, sin embargo, se confunden las dos cosas y la frase de Blair con la que empezaba es muestra de este equívoco.
El desenfoque es, seguramente, consecuencia de que la política exterior ha sido una competencia exclusivamente estatal y no se entiende fuera de la lógica estatal. De esta forma, la asunción de competencias en materia de política exterior por parte de Europa se ve como una operación de suma cero respecto a las competencias exteriores de los Estados: las competencias que asume Bruselas las pierden los Estados. Se trata de parcelas de poder que los Estados ceden a Bruselas. La alternativa a esta cesión es que Bruselas se limite a coordinar las políticas exteriores de los Estados. De esta forma, quienes seguirán ejerciendo las funciones propias de la política exterior serán los Estados, pero de acuerdo con las instrucciones o planteamientos que hayan sido adoptados en el seno de las instituciones europeas. En este último caso las políticas de los diferentes Estados serían solamente instrumentos en manos de las instituciones comunitarias, quienes ejercerían por medio de los Estados un papel en el ámbito internacional que superaría sus limitaciones como organización internacional.
Este planteamiento y las alternativas que ofrece creo que son muestra de una manera de razonar que está en fase de superación. La política exterior no es una añadido al resto de políticas, sino la cara externa de todas ellas. Es por esto que todos los entes con poder político tenderán a asumir, por unos medios u otros, cierta acción exterior. En España podemos ver cómo las Comunidades Autónomas pugnan por tener un papel en las relaciones internacionales, superando la competencia exclusiva del Estado en esta materia, y ello porque no pueden desconocer que esta política exterior condiciona las políticas internas. Cómo se haga realidad esta política es otra cuestión. Bien pudiera ser que esta vocación exterior de los entes infraestatales se canalice a través de órganos estatales, o también puede suceder que estos mecanismos se consideren como insuficientes y se planteen alternativas. Las posibilidades son muchas, pero aquí quiero destacar únicamente que es ingenuo pretender que los entes diferentes del Estado pueden renunciar a ejercer competencias exteriores por el hecho de que tradicionalmente ésta haya sido una competencia atribuida en exclusiva al Estado.
Esta es la situación en la que se encuentra Europa. Europa es un ente diferente de los Estados que lo componen. Ejerce ciertas políticas y posee una dinámica propia. En estas circunstancias es inevitable que tenga una política exterior, y de hecho la tiene. Como es sabido desde hace mucho no se discute que en el ámbito comercial la Comunidad Europea desempeña una actividad exterior muy destacable. Esta dinámica comercial, a su vez, debe generar competencias en otros ámbitos, pues resulta también ingenuo pretender que los acuerdos comerciales dependen únicamente de las cuestiones comerciales. En la actualidad, sin embargo, esta dimensión "política" de la actuación exterior comunitaria es fruto de las presiones y maniobras de los Estados, que utilizan de esta forma a la Comunidad en beneficio de sus propias políticas.
Y es aquí donde llegamos al punto al que quería llegar. Es lógico, razonable y deseable que la política exterior británica se decida en Londres; pero creo que no lo es que sea también en Londres (o en París o en Madrid o en Varsovia... o en La Valetta) donde se decida al política exterior europea. Actualmente, al carecer la Unión Europea de órganos propios que puedan actuar con suficiente margen en este ámbito es la situación que nos encontramos. La construcción de una política exterior europea no se ha de plantear como un ejercicio de renuncia de los Estados a ámbitos competenciales que les son propios, sino como el reconocimiento de que la asunción de las competencias que ya tiene la Unión Europea obliga a dotarla de instrumentos para poder desarrollar su actuación también en el ámbito exterior. No se trata de un juego de suma cero. La creación de una auténtica política exterior europea no debería necesariamente mermar el poder actual de los Estados miembros de la Unión, sino que, al contrario, aumentaría éste al dotarles de un poderoso aliado en las confrontaciones a las que nos tenemos que enfrentar en un mundo globalizado.
Claro está -y éste es el problema de fondo- que la creación de esta política exterior limitaría las posibilidades de utilizar la política exterior (¡y de defensa!) de los Estados europeos en contra de otros Estados europeos. Por desgracia la situación en la que nos encontramos actualmente es la de que muchos Estados miembros de la Unión, sino todos, aún mantienen en sus Ministerios de Asuntos Exteriores la lógica de que ha de debilitarse a los tradicionales rivales, que ahora son también aliados en el seno de la Unión. No soy ingenuo, y sé que mientras esta orientación no cambie nadie se tomará en serio la construcción de esta política europea. En ese sentido la frase de Blair es, de nuevo, tremendamente significativa.